No me mires así. Es imposible, cariño.
Cada sábado vuelves a mí, con ese libro amarillo viejo y malgastado.
Vuelves con la esperanza de que transforme letras en realidad. Vuelves y con
emoción me recitas un par de poemas antes de hacer el amor. Ese maldito libro
te está acabando. Te estás convirtiendo en un Quijote, queriendo vivir las
metáforas que encontraste en un montón de papel acomodado.
No me mires así, por favor.
Tampoco me malentiendas. Disfruto tanto como tú estas noches. Me encanta
ver tus cabellos perfectamente ondulados perder su orden al entrar en la
habitación. Y así, desaliñada y coqueta, observar cómo te introduces entre las
sábanas —que hacen juego
con el muro— y te acomodas
para leer. Amo escuchar tu voz
deslizarse entre el viento hasta llegar a mí, mientras mis manos heladas van
despojando tu vestido y tu piel se eriza al contacto. Amo el encaje de tu camisón
y que siempre elijas el color salmón para el momento, que de tan usado se ha
vuelto holgado y ahora tu pecho izquierdo se escape sin opción y con ternura.
Pero aún con eso no es posible.
No me mires así, por favor.
No me mires así porque tus ojos son como laberintos: por su inmensa
hermosura y la facilidad de perderse en ellos. Tenebrosos, penetrantes. No me
mires así porque tus labios delgados, con esa seriedad carcelera sólo me incitan
a querer… así, a secas. No me mires así, cariño. Juro que quiero hacer de tus
utopías una vida. Vida palpable, exquisita. Juro que quiero arrancarte ese
libro, quemarlo y escribir el nuestro, con nuestros propios poemas y ficciones.
No me mires así, porque tú me has
puesto entre dos luces: una delicada y tenue, por donde nace el amor, reflejo
astral postrado en una lámpara de noche, nueva singularidad de algún universo;
la otra, ardiente y en tinieblas, reflejada en un par de anillos. Un par de
anillos que me dicen que después de todo, sólo eres amor de sábados.
No me mires así, por favor.