jueves, 15 de febrero de 2018

Claudia

Siempre quise conocer a alguien que se llamase Claudia. 
     Aquella tarde, mientras mis manos sostenían un ejemplar de «La muerte y otras sorpresas», de Mario Benedetti, sentí como de apoco se iba acercando a mí. "Del trabajo a casa, y de casa al trabajo. Pero ella y yo juntos. No importaba que no habláramos mucho.Una cosa es estar callado y saberla a ella enfrente, callada, y otra muy distinta estar callado frente a la pared. O frente a su retrato". Justo cuando terminé de leer este párrafo, ella tomó asiento a mi lado. 
      ¿Sabes? dije sin darme cuenta. Hay dos tipos de silencio: el que te llena la mente y el corazón, y el que sabe a una terrible soledad. Acabo de darme cuenta de ello. Lo dice este párrafo, mira. 
     Le enseñé el pequeño fragmento que acababa de leer. Ella, aún sin comprender, se limitó a seguirme el juego. Tomó el libro en sus manos y mientras inspeccionaba cada palabra, yo me propuse esperar su reacción. 
     Supongo que tú te encuentras en ambos 
     ¿Perdón?
     Sí, ambos silencios. Hace diez minutos que comencé a observarte desde el otro lado del parque y me parece que, aunque disfrutas de esta soledad, rodeado de árboles y sombras imperceptibles, hay algo en ti que está mal. ¿Te sientes sólo, no es cierto? Me da la impresión de que extrañas a alguien, alguien con la que compartías silencios, tal como tu personaje. Lo sé por la manera en que sientes la historia, porque a la distancia puedo notar los nudos que se te hacen en la garganta en algunos instantes de tu lectura. No lo tomes a mal, es sólo una primera impresión. 
     No sabía qué contestar. Una completa extraña requirió sólo de diez minutos para adivinarme. 
     ¿Por qué me observabas? balbuceé. 
    No lo sé, esa manera tuya de vivir un escrito es como un imán. Me gusta ver cuando las personas sienten. Es un lindo ejercicio. De pequeña solía observar a mi abuela leer las cartas que el viejo le mandaba de Estados Unidos. Siempre estaban llenas de cariño, de melancolía, de anhelos. Más de una vez vi caer lágrimas en su rostro y también hubo muchas más en que lloré con ella. El último sobre que recibió que llevaba su nombre informaba que el abuelo había sido asesinado. Entonces ella escribió una carta de despedida en cuyo papel quedaron impregnadas muchas gotas de tristeza. No me lo vas a creer pero ella también tenía una teoría de silencios. Decía que la muerte era el silencio magnánimo en el cual nos volveríamos más sabios y que el silencio en vida no era más que un divertido juego para matar el tiempo. O para que el tiempo nos matase, funcionaba igual. 
    ¿Dónde está ella ahora?
     Haciéndose más sabia. 
     Parece que no soy el único que se siente solo. 
     Dije las palabras justas. No bien había terminado aquella frase y ella rompió en llanto sobre mi hombro. Algo dentro de mí me decía que debía darle palabras de aliento pero no quise interrumpirla. Llorar estaba bien y quitarle ese privilegio sólo le lastimaría aún más. De a poco el llanto se convirtió en un par de sollozos y los sollozos en dulces suspiros. Alzó la mirada sin despegarla de la mía. Caí en cuenta de que todo ese tiempo había mirado hacia otro lado, pero ahora, sin más remedio, me dedicaba a observarle. Su frente estaba húmeda. Los cabellos ondulados se desvanecían hasta culminar en extremos azules. Mujer eléctrica. 
    Tenía un mal presentimiento. Sin poder evitarlo y como si alguien me obligara, reparé en sus ojos. Quería correr, el miedo fluía por mi sangre con una velocidad impresionante. Un par de aureolas verde botella rodeaban los centros llenos de negrura. Sentí como aquél abismo me tragaba entero. Sus ojos eran el puente a otros mundos. Era ahí donde se encontraba el secreto del universo. De pronto mis labios se encontraron con los suyos. Sentía mi cuerpo arder. Su boca era un temazcal que incendiaba en vapores, en calor infernal. Su boca era un temazcal que me hacía renacer, que golpeaba el cuerpo pero renovaba el alma. Era el temazcal que humedecía mi piel, ese pequeño espacio en dónde Dios y el Diablo firmaron un pacto, en el que carne y cuero dejaban de ser un envase para convertirse en armadura. 
     Después de todo, hay un tercer tipo de silencio me dijo—. Ese que promete complicidad, por el que sólo los corazones se comunican...
     Se levantó, me dio un último beso y emprendió su despedida a paso lento. Mientras la veía alejarse, supe que jamás volvería encontrarla. «Por cierto, me llamó Claudia», gritó a lo lejos. Esa sería la última vez que escucharía su voz, pero no la última que su latir conversaría con el mío. 



     

domingo, 11 de febrero de 2018

Postdata de mi sueño

A ella no le gusta la lluvia y sin embargo, nuestro primer beso fue bajo su regazo. Miles de gotitas se impregnaban en nuestra ropa, en nuestro cabello y en nuestra alma. Sus labios a veces resbalaban, al igual que los míos; pero jamás desistimos de volver a intentarlo, de volver a chocarlos en suaves caricias húmedas y frías. "Mis piernas están temblando", me había dicho apenas el día anterior, en nuestro primer abrazo. "Mi corazón tiembla", respondí. Había mentido y se lo dije mientras el agua nos seguía empapando. "Mi corazón no temblaba. Más bien estaba jodidamente paralizado". Eso sí era cierto. Quieto, como si una bala le hubiera atravesado de extremo a extremo, había dejado de latir, tal como en ese instante. Jamás había estado en una situación similar, un momento en el que nada en mi cuerpo parecía reaccionar. Siempre existía alboroto, caos, palpitaciones a mil por hora, pero ahora, inmóvil, esperaba una orden del cerebro. Él, estúpido y enamorado, había decidido que era tiempo de sinrazones. 
    A ella no le gusta la lluvia y sin embargo parecía bendecirnos. Sobre ese pequeño puente se sellaba nuestro pacto, un contrato de sentimientos. Busqué su rostro. Viaje desde su mejilla derecha a la comisura de sus labios, de la comisura a la boca y de la boca al otro extremo. Y de extremo en extremo fui perdiendo la razón. Sus abrazos me robaban el aliento, tanto por su dulzura y calidez como por su fuerza y energía. Recordé cuando de niño jugaba a los Encantados, si te tocaban no podías moverte hasta que alguien más te volviera a la vida. Nadie me dijo que Los Encantados no era sólo un juego, que podías encantarte de verdad. Nadie me lo dijo y en consecuencia ahí estaba yo, con cara de tonto, el cabello ridículo y sin poder moverme. Mentalmente, quiero decir. Jamás imaginé que su ternura era una gran estratega del juego. Si el mundo me preguntara, respondería que perdería el juego con tal de quedarme encantado eternamente.
     A ella no le gusta la lluvia y sin embargo se quedó conmigo. Estaba enferma y se quedó conmigo. "Te vas a enfermar", me dijo. "No, tú te vas a curar" le respondí. No sería un buen doctor, a todo paciente me encargaría de recetarle una buena dosis de besos, de amor, de euforia. No me imagino a alguien con cáncer curándose con cariño, pero al menos se olvidaría del cáncer. 
     A ella no le gusta la lluvia, ni tampoco que la tome de la mano; pero caminamos enganchados el regreso. Su vestimenta era la misma que en la primera vez que la reconocí linda. ¿Quién habría adivinado semejante coincidencia? Dato curioso: No me gustan sus Casualidades perfectas, pero me encantan si las vivo con ella. 
     Regresamos al mundo, secos y más vivos. Mientras la miraba en silencio , escuché de repente en mis adentros:
     
     Postdata: cuan magnífico es saber que hace frío afuera, pero bajo el pecho un calor está naciendo. No busques más. El tiempo enseña, que los sueños nunca engañan*     
Pintura: Jeff Rowland

*Mi gente- Sharif Fernández ft Pablo.
     
     



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Quiero llevarte al cielo en los brazos de un Agosto sin prisa, quiero sentir la brisa robarle al sol la sonrisa como lo hacía el abuelo...