miércoles, 23 de agosto de 2017

Mujeres y otras deidades (I)

PRIMERA PARTE: EL DÍA QUE DIOS SE SENTÓ A OBSERVAR

Sentado al filo de la mesa, con una copa de vino rotando con su muñeca, Dios observa.

     Aquella mujer llora. No grita ni patalea, sólo lagrimea de a poco, delicado. La humedad en sus ojos le va bien, brillan más que nunca; como la lluvia que cae junto con los rayos del Sol o el faro que alumbra a las orillas del mar. Ella, sentada en el borde de una ventana con barrotes, mira hacia un todo en busca de razones, sin saber que su misma imagen le muestra presa, atrapada en una realidad podrida y escandalosa. Sus pestañas, puertas abiertas e inmensas, ceden ante el peso de la tristeza, cerrándose con tranquilidad. La luz que ilumina la mitad izquierda de su cuerpo resalta con sensualidad la oscuridad del otro extremo. Esa parte, la oscura, es la que hace estremecer a Dios cuando piensa en ella. Esa parte que está llena de afición por el alcohol, las fiestas y el ruido. Su inestabilidad, la facilidad con la que se pierde ante lo superficial, las palabras sin respeto que fluyen por su boca, cada maldito milímetro de vulgaridad que rodea su presencia le deja quieto y pensativo.

     Desde luego, su luz fue lo que le atrajo. Encontrarse con esa mente brillante, dotada de la inteligencia más espectacular que jamás predijo, más grande que la de él mismo, inmensa como el universo, encontrarse con ese detalle único en medio de tanta impureza provocó su demencia.

     Ella seguía allí, con las lágrimas ya secas que dejaron marcas en su rostro. De pronto sus ojos se iluminaron, fue como ver un nuevo big-bang en sus pupilas. En ese instante el todopoderoso dejó de serlo, bajó su copa mostrándose vulnerable, aquél resplandor le hipnotizaba, como lo hizo Eva alguna vez. Entendió que el precio de la vida eterna era sucumbir de vez en cuándo ante una mujer, por motivos distintos, labios distintos, caricias distintas, poco importaba, la relatividad también aplicaba al amor. Su querer guardaba en él un pedazo de cada beso, cada aroma y cada recuerdo de una mujer diferente. Jamás se olvida, sólo se recuerda menos.
   
     La euforia cesó cuando un hombre apareció a su lado. Le sonreía, le acariciaba la mejilla mientras mencionaba "todo irá bien". Ella asintió y se abalanzó sobre sus brazos. No lloró más, se sentía protegida dentro de su abrazo. Dios observaba, ya no era feliz, pero seguía tranquilo. El hombre deslizó sus dedos hasta llegar a su barbilla, subió a sus labios y se detuvo. Jugó con ellos, rodeándolos en un camino estratégico lleno de seducción. Regresó a la barbilla y la levantó con dulzura. Sus rostros quedaron de frente, sin escapatoria, no había lugar para nada que no fuera un beso. Se acercaron de a poco, delicado. Destellos estelares salieron disparados al momento del choque, primero suave y luego imparable, irreparable, infinito. Había pasión en ese encuentro, era allí donde yacía enérgico el sentido de la vida. Aquél individuo levantó la vista y como si el amor fuera un acto divino, encontró la de Dios. Ninguno se impactó, permanecieron impasibles y retadores. En los ojos de Dios podía verse reflejado, aunque profundo y escondido, el dolor de la derrota. Él lo sabía y desde el suelo terrenal le anunciaba que ese momento jamás sería suyo. Por primera vez el creador era vencido por la creación. Por primera vez un humano había retado a la divinidades y había salido victorioso.
   
     Dios, sereno e imperturbable, con toda la justicia digna de un tirano, en un chasquido acabó con sus vidas. Ambos cuerpos quedaron enlazados, esparcidos sobre el suelo, sin más rastro que el de una vida bien vivida.

     Lo que Dios desconocía era que esa mujer estaba llena de pecados, mismos que le otorgarían su entrada al infierno. Había librado una simple batalla contra un mortal, era cierto, pero una más grande le aguardaba contra el demonio...
     





No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Juntar estrellas

Quiero llevarte al cielo en los brazos de un Agosto sin prisa, quiero sentir la brisa robarle al sol la sonrisa como lo hacía el abuelo...